Pablo es la personalidad más influyente en la historia del cristianismo. Desde su conversión en el camino de Damasco su vida estuvo siempre dominada por una ardiente devoción a Cristo, quien se convirtió en el motivo, el objeto y el motor de su predicación, que ha marcado la dirección del cristianismo desde entonces.
El exterior del apóstol no era impresionante ni atrayente; sus adversarios le echaban en cara que «su presencia era poca cosa y su palabra despreciable» (2 Co. 10:10); él mismo alude también a su exigua estatura corporal (2 Co. 10:12-14). Su salud era débil; Pablo sufría una enfermedad que él mismo califica de aguijón de su carne y bofetón de Satán (2 Co. 12:7-9); es un sufrimiento doloroso, humillante y crónico, como lo confirma Gá. 4:13-15. Pablo poseía temperamento de jefe, voluntad de hierro, constancia inquebrantable, sentido para la iniciativa, extraordinaria capacidad de trabajo y resistencia, y un carácter conquistador; su carácter era, además, apasionado, impetuoso y dominador, que se entregaba de modo total al amor o al odio. Mas, junto a su férrea voluntad, Pablo tenía también un alma de fina sensibilidad y condescendencia, y un corazón lleno de ternura (cfr. 1 Ts. 2:7s.; 2 Co. 12:15; Gá. 4:19.; Fil.1:8, etc.), que se pegaba a los hombres y despertaba fuerte simpatía, que sentía profundamente la necesidad y el dolor de los demás. Como pensador, Pablo fue esencialmente un espíritu intuitivo, que concebía la religión más por visión inmediata que por razonamiento discursivo. Sin embargo, fue juntamente un poderoso dialéctico, y su capacidad natural se perfeccionó aún más por su formación rabínica. La naturaleza y el arte le decían muy poco; era más bien un psicólogo introspectivo. Sus comparaciones e imágenes están tomadas generalmente de la vida ciudadana, de los soldados o del derecho.
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